Las nuevas puertas de la ciudad moderna
:Arte, técnica y ambigüedad en las estaciones ferroviarias parisinas del siglo XIX.

Durante el siglo XIX, París se convirtió en el epicentro de profundas transformaciones técnicas, sociales y urbanas. La Revolución Industrial había instalado un nuevo paradigma basado en el progreso, la movilidad y la producción en masa, mientras las instituciones del arte y la arquitectura intentaban redefinir su papel frente a ese cambio. La Escuela de Bellas Artes formaba arquitectos bajo un modelo que privilegiaba la resolución de problemas estéticos, académicos y compositivos, reafirmando la herencia clásica como garante de orden y armonía. En contraste, la Escuela Politécnica, impulsada por Napoleón, adoptaba un enfoque programático y funcional, orientado a la eficiencia, la técnica y la utilidad. En ese cruce entre la tradición artística y la racionalidad técnica surgió una tipología inédita: la estación ferroviaria, símbolo de una ciudad que se expandía hacia una escala moderna.
Bajo los nuevos gobiernos centralizados, la infraestructura pasó a ser también un instrumento de poder: ya no se trataba de cerrar la ciudad, como dictaban las antiguas murallas, sino de abrirla al territorio y exhibir la fuerza del Estado. Así, la estación se convirtió en la nueva puerta de la ciudad, una entrada monumental que debía expresar simultáneamente continuidad histórica y dominio tecnológico. Como señala Frampton (1997), estas nuevas infraestructuras ofrecían un “reto peculiar para los cánones recibidos de la arquitectura”, ya que no existía un tipo previo que pudiera expresar “la comunicación entre el edificio principal y el cobertizo para los trenes” (p. 33). Su aparición plantea interrogantes que aún resuenan: ¿Puede la modernidad representarse con las formas del pasado? ¿Puede la técnica ser también un lenguaje de belleza y poder? ¿Debe la arquitectura seguir los modelos clásicos del orden o asumir el nuevo lenguaje industrial de la máquina? Estas preguntas, lejos de ser abstractas, definieron el horizonte de la arquitectura del siglo XIX y aún atraviesan las discusiones contemporáneas. La estación, como espacio público y técnico, condensó esas tensiones: fue a la vez templo y máquina, símbolo y artefacto, umbral entre la estabilidad del poder y el dinamismo del progreso.
Este trabajo busca analizar el surgimiento de las estaciones ferroviarias como nuevas puertas de la ciudad moderna, tomando como caso de estudio tres ejemplos parisinos del siglo XIX: Gare du Nord (1846), Gare de l’Est (1849) y Gare d’Orléans (1900). Estos tres casos fueron elegidos porque representan distintas etapas en la relación entre arte y técnica: desde la subordinación del hierro al lenguaje clásico hasta su integración como valor estético. A partir de las variables de decoración, tecnología y configuración espacial, se busca comprender cómo el ferrocarril ademas de ser una infraestructura funcional, se convirtió en un símbolo de la modernidad urbana, revelando una ambigüedad constitutiva: la de una civilización que, como el dios romano Jano, mira al mismo tiempo hacia el pasado y hacia el futuro.
Muralla como límite y posteriormente estaciones como accesos
Paris, siglo XVIII.

Paris, siglo XIX
París y el cruce entre arte y técnica
La tensión entre la Escuela de Bellas Artes y la Escuela Politécnica es el punto de partida para entender la arquitectura del siglo XIX. La primera defendía la continuidad con la tradición clásica, buscando la armonía compositiva y la monumentalidad simbólica; la segunda promovía el cálculo, la racionalidad estructural y la aplicación científica del conocimiento (Frampton, 1997). En palabras de Kenneth Frampton, la fundación de la Escuela Politécnica en 1795 consolidó la división entre arquitecto e ingeniero, entre el arte del diseño y la ciencia de la estructura, “una tecnocracia apropiada para los logros del Imperio napoleónico” (Frampton, 1997, p. 29).
Esa fractura, sin embargo, no fue solo técnica: fue también cultural. Mientras la Bellas Artes aspiraba a un ideal atemporal de belleza, la Politécnica se apoyaba en el tiempo histórico, en el progreso y la transformación. Ambas visiones coexistieron en una ciudad que, como señala Luciano Patetta (1997), vivía la “borrasca” de la industria: la irrupción del hierro, del cálculo y de la máquina, que “puso al mundo en movimiento” inaugurando una nueva edad del acero (p. 372).
París, capital del siglo XIX según Benjamin y Giedion, se convirtió en el laboratorio donde se confrontaron estos lenguajes. Los ingenieros del hierro, Brunel, Eiffel, Labrouste, trabajaban sobre una lógica estructural que, poco a poco, buscaba emanciparse del repertorio clásico. Sin embargo, la sociedad burguesa necesitaba que esa técnica se vistiera de decoro, que la máquina se disfrazara de palacio. De esa dialéctica nacería la estación ferroviaria, un espacio donde la ingeniería moderna debía expresarse bajo una máscara clásica, pero, como se manifiesta este diálogo?
La estación como tipología moderna y símbolo de ambigüedad
Las estaciones del siglo XIX expresan una tensión estética y política propia del período: la coexistencia entre la imagen monumental de las fachadas, herencia de la arquitectura académica, y la estructura industrial de hierro y vidrio que define sus interiores. En esta coexistencia se encarna la metáfora del dios Jano, figura bifronte que mira simultáneamente hacia el pasado y hacia el futuro, hacia la ciudad y hacia el territorio. Como Jano, las estaciones poseen dos rostros: el que da a la ciudad, monumental, simbólico y clásico; y el que se abre al sistema ferroviario, técnico, repetitivo y funcional. Son umbral y límite, arte y máquina, orden y movimiento. En esa ambigüedad reside su potencia moderna. Sigfried Giedion (1999) observa que las grandes estructuras de hierro del siglo XIX, desde los puentes hasta las estaciones, significaron el primer intento de reconciliar la arquitectura con la técnica. Sin embargo, esa reconciliación nunca fue completa: “la estructura de hierro se concilia muy bien con los revestimientos tradicionales” (p. 377). Es decir, la arquitectura moderna nació con una máscara. La estación, en este sentido, es la expresión arquitectónica más acabada de esa dualidad. En el espacio de la estación también se manifiesta una ambigüedad social: la mezcla de clases, la convivencia entre burgueses, obreros y viajeros anónimos. El ferrocarril democratizó la movilidad, pero también intensificó las diferencias. En sus salas de espera separadas por clases y en sus accesos jerarquizados se reflejaban las tensiones de una sociedad que, mientras proclamaba la igualdad, multiplicaba los signos de distinción.
Casos de estudio: las dos caras de las estaciones ferroviarias.


Gare du Nord (1846): el orden clásico y la técnica subordinada.
La Gare du Nord, inaugurada en 1846, es un ejemplo paradigmático de la primera etapa de esta tensión. Concebida por el arquitecto Jacques-Ignace Hittorff, la estación combina una estructura metálica invisible con una monumental fachada neoclásica. Su orden corintio, sus esculturas alegóricas y su composición simétrica evocan los templos clásicos. Detrás, oculto, el hierro sostiene el funcionamiento técnico del sistema ferroviario. Aquí predomina claramente el punto de vista de la Escuela de Bellas Artes. La arquitectura se entiende como representación del Estado y del poder urbano, no como expresión de la técnica. El hierro cumple una función instrumental, no simbólica. Tal como advierte Pierre Francastel (citado en Patetta, 1997), los arquitectos de este período “utilizaban trozos de metal como simple sustitución de la madera”, sin que ello modificara la concepción formal del edificio (p. 377). La fachada de la Gare du Nord actúa como un escenario teatral: representa el poder de una nación que se moderniza, pero sin alterar su rostro. Detrás de ese decorado se oculta la verdadera revolución: la red ferroviaria, las locomotoras, el humo, la velocidad. El hall central, espacio de tránsito entre la ciudad y el tren, funciona como un umbral jánico: el viajero atraviesa un límite simbólico entre el mundo del orden urbano y el universo dinámico de la máquina. En términos sociales, la Gare du Nord también evidencia una estricta jerarquización. Las clases altas accedían a los salones principales decorados con mármoles y esculturas, mientras los trabajadores y emigrantes utilizaban accesos laterales o patios secundarios. La estación se presentaba así como un microcosmos de la sociedad moderna: un espacio público donde se encontraba lo que la ciudad separaba.


Gare de l’Est (1849): transición y conciliación de lenguajes
Tres años después, la Gare de l’Est marcó un punto intermedio entre la tradición académica y la nueva sensibilidad técnica. Diseñada por Duquesney y Flachat, esta estación introduce una mayor presencia del vidrio y una simplificación decorativa. Aunque la fachada mantiene el lenguaje clásico, el interior se abre a la luz y al espacio. En este caso, el espíritu de la Escuela Politécnica comienza a ganar terreno. La técnica ya no se oculta completamente: se insinúa, se deja ver en la estructura de hierro que sostiene las bóvedas del andén. La fachada monumental sigue mirando hacia la ciudad; rostro clásico, simbólico, mientras el interior se abre a un espacio de luz, hierro y vidrio; rostro técnico, moderno. Socialmente, la Gare de l’Est representa un espacio de mayor fluidez. La circulación entre el hall y los andenes se vuelve más directa, y la presencia del vidrio introduce transparencia. Sin embargo, esa transparencia no elimina las diferencias: los billetes de primera, segunda y tercera clase seguían organizando jerarquías espaciales. En el mismo hall coexistían los viajeros elegantes y los trabajadores inmigrantes del este de Europa, anticipando la mezcla social que caracterizaría al siglo XX.Desde el punto de vista simbólico, la estación expresa una conciliación inestable entre arte y técnica. La belleza no se opone al hierro, pero tampoco se identifica con él. Como observa Patetta (1997), el siglo XIX se caracteriza por una “emblemática de la técnica” que convierte la máquina en espectáculo, en monumento (p. 373). En la Gare de l’Est, esa emblemática aún está contenida, domesticada por el clasicismo. Pero el hierro ya empieza a reclamar su lugar como lenguaje autónomo.



Gare d’Orléans (1900): la síntesis de Bellas del progreso.
La Gare d’Orléans, actual Museo d’Orsay, inaugurada en 1900 con motivo de la Exposición Universal, representa la madurez de esta evolución.
Su lenguaje Beaux-Arts integra la ornamentación clásica con una estructura metálica visible y celebrada. El hierro, antes oculto, se convierte ahora en protagonista. Aquí la síntesis entre arte y técnica es casi total. La estructura de Eiffel y los ingenieros de su escuela se integra con la composición monumental propia de la Bellas Artes. Frampton (1997) describe cómo en esta época las obras de ingeniería, la Torre Eiffel, la Galerie des Machines, se convierten en “máquinas en exhibición”, donde la técnica es también un acto estético (p. 35). La Gare d’Orléans comparte ese espíritu: su arquitectura no disfraza la máquina, sino que la ennoblece.
En términos simbólicos, la estación deja de ser una simple fachada urbana para convertirse en un verdadero templo del progreso. El tren, la velocidad y la técnica se vuelven parte del imaginario republicano de la modernidad. La mirada Beaux-Arts no desaparece, pero se transforma: asume la técnica como parte del arte, no como su opuesto. Desde el punto de vista social, la Gare d’Orléans es también el escenario de una nueva mezcla. A comienzos del siglo XX, los viajeros de las colonias, los obreros y la burguesía parisina compartían el mismo espacio monumental.
La estación se convierte en un teatro de la movilidad moderna, donde las clases se rozan pero no se confunden. En ese roce, en ese umbral, reside la ambigüedad moderna: una igualdad aparente sostenida por la diferencia.



La modernidad como tensión entre polos
El recorrido por estas tres estaciones revela cómo la arquitectura del siglo XIX buscó reconciliar la estabilidad del poder con la energía del progreso. Las estaciones no solo conectaron territorios, sino también imaginarios: fueron portales simbólicos de la modernidad, donde el Estado, la técnica y la multitud se encontraron.La metáfora de Jano sintetiza esa doble condición: las estaciones miran hacia el pasado y el futuro, hacia la ciudad y el territorio, hacia el arte y la técnica. Son espacios liminares que encarnan la tensión constitutiva de la modernidad: una civilización que no puede avanzar sin mirar atrás, que no puede innovar sin conservar.En términos institucionales, cada estación expresa una relación distinta entre la Escuela de Bellas Artes y la Escuela Politécnica:En la Gare du Nord, domina el ideal Beaux-Arts: el hierro está subordinado al orden clásico, y la arquitectura representa la autoridad del Estado.En la Gare de l’Est, emerge un diálogo: la técnica se insinúa, pero bajo la tutela del arte.En la Gare d’Orléans, finalmente, la síntesis se consuma: la técnica se convierte en belleza, y la ingeniería adquiere estatus artístico.Esa evolución refleja también la transformación social del siglo XIX: de una ciudad jerárquica y monumental a una metrópolis dinámica y heterogénea. Las estaciones son los escenarios donde esa transformación se hace visible. Allí la burguesía exhibe su poder, pero también se expone a la multitud. Allí la arquitectura busca representar al Estado, pero termina revelando las contradicciones de la modernidad.Como anticipaba Giedion (1999), la arquitectura moderna surge cuando “la construcción y la forma se funden en una unidad” (p. 377). Las estaciones parisinas del siglo XIX muestran ese momento de fusión incipiente: el punto exacto donde la piedra y el hierro, el pasado y el futuro, la tradición y la técnica, se encuentran bajo el mismo techo.
Bibliografía
Frampton, K. (1997). Historia crítica de la arquitectura moderna. Vol. 3: Transformaciones técnicas (1775–1939). Gustavo Gili.
Giedion, S. (1999). Espacio, tiempo y arquitectura. El desarrollo de una nueva tradición. Reverté.
Patetta, L. (1997). Historia de la arquitectura: antología crítica. Celeste Ediciones.